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Prólogo - Cristianismo y liberalismo

De los pocos que hoy en día han escuchado el nombre de J. Gresham Machen (1881-1937), creo que todos lo conocen como el autor del libro que usted tiene en las manos – El Cristianismo y el liberalismo. En su propia época, contaba con una reputación más amplia: un pastor presbiteriano controversial, un erudito del Nuevo Testamento (cuyo libro de texto sobre el griego sigue usándose en seminarios e institutos bíblicos), un profesor del Seminario Teológico de Princeton, un aguijón de las mesas directivas de su seminario y su denominación, un oponente del literato galardonado con el premio Nobel, Pearl S. Buck, un libertario político y el fundador de dos instituciones que siguen vigentes en la actualidad: Westminster Theological Seminary y la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa.

El contenido de El Cristianismo y el liberalismo (las llamadas batallas entre modernistas y fundamentalistas de inicios del siglo XX) y su tesis central (que el liberalismo no es una expresión del cristianismo histórico sino que es una religión totalmente distinta) hizo que se considerara como la expresión máxima del fundamentalismo religioso desde su publicación inicial. Y esto no obstante que fuera escrito por uno de los mayores intelectuales y eruditos de la época. Tal fue la sentencia de The British Weekly que incluyó una reseña del libro en un artículo que llevaba el título “Fundamentalismo: Lo falso y lo cierto.” Aunque esta misma caracterización ha persistido en la literatura académica, D. G. Hart ha argumentado que las categorías que subyacen este análisis pecan de simplificación. Mientras que Machen compartió con los fundamentalistas ciertas preocupaciones por la base sobrenatural del cristianismo y por ciertas formulaciones doctrinales tradicionales, existían grandes diferencias entre Machen y los fundamentalistas en cuestiones culturales (como, por ejemplo, el uso del alcohol y la prohibición). También anota que la participación eclesiástica de Machen lo distinguía claramente de los fundamentalistas. La verdad es que más que fundamentalista, Machen era un presbiteriano confesional. Admito que el argumento de Hart se sustenta únicamente en la medida que compartamos con él su definición del fundamentalismo. A fin de cuentas, sin embargo, puede ser que Machen y los fundamentalistas luchaban juntos en contra del liberalismo teológico, pero es un gran error incluir el primero dentro de los últimos.

Hoy en día, claro está, vivimos en una época en que muchos teólogos (incluyendo algunos evangélicos) alientan a la iglesia a dejar a un lado la vieja contienda entre el liberalismo y el fundamentalismo. Tales perspectivas parecen fundamentarse en la idea de que el tipo de antítesis encarnado en el título de la obra de Machen y el tipo de división que le ocupó gran parte de su profesorado y pastorado son simples errores que fácilmente pueden resolverse en base a las teorías de la lingüística comunitaria, las apropiaciones posmodernas de Karl Barth y otros mecanismos menos sofisticados. Pero en mi opinión, la obra de Machen suena una fuerte trompeta aun en nuestros días. Si la prosa laberíntica y el pensamiento complicado de Karl Barth aun se considera por algunos como vigentes en la iglesia actual, yo respondería que mucho más es este el caso con el pensamiento lúcido y la prosa concisa (aunque admito algo anticuada) de Machen. Machen tenía un don poseído por demasiado pocos teólogos: el lenguaje claro y comprensible junto con una pasión que hace que aun el lector más renuente tenga que re-examinar sus convicciones.

Pero la utilidad de la obra de Machen no se limita a su claridad y su pasión. Aun aquellos que rechazan la tesis central de su obra, El Cristianismo y el liberalismo, todavía se coloca entre los artefactos literarios más importantes de una generación que había llegado a entender al liberalismo como un camino inexorable a una religión sentimental que nada tenía que ver con el Dios de la Biblia o siquiera con la vida real. Desde esta perspectiva, me parece que vale la pena colocar a Machen junto a dos teólogos adicionales con quien generalmente no se asocia.

El primero es Peter Taylor Forsyth (1848-1921), teólogo congregacionalista escocés que estudió bajo la tutela del eminente teólogo alemán Albrecth Ritschl. Al inicio de su ministerio, Forsyth predicó el liberalismo típico que había aprendido de su maestro alemán; pero al ministrar entre los pobres, se le precipitó una crisis espiritual e intelectual que le llevó a repudiar su antigua teología. La reemplazó con un énfasis radical en Dios según ha sido revelado en la cruz, un Dios que no cabía dentro de las categorías humanas, un Dios de ira y de gracia. Como Agustín, Forsyth abandonó el amor al amor y llegó a un nuevo entendimiento del hombre como objeto de la gracia de Dios. En el proceso, abandonó todo el discurso vacío del liberalismo sobre el Dios de amor y se enfocó en lo que él mismo llamaría lo “crucial de la cruz.” El Dios sentimental de Ritschl era incapaz de reconciliarse con el Dios de la Biblia y con la experiencia de los pobres y dolientes en la iglesia de Forsyth.

El segundo teólogo no requiere de una gran presentación de mi parte. Karl Barth (1886-1968) también tuvo una conexión a Ritschl. Fue estudiante de los discípulos de Ritschl, Wilhelm Hermann y Adolf von Harnack. Para Barth, como Forsyth, la experiencia pastoral lo llevó a repensar la teología liberal. Como ministro en el pueblo minero de Safenwil en Suiza, se enfrentó a los horrores de la vida con una presencia que sería difícil reconciliarlo con el Dios sentimentalizado de Ritschl. Además, el apoyo que sus mentores teológicos le prestaron al régimen alemán durante la Primera Guerra Mundial le causó una crisis de conciencia. De allí nace la teología dramática de su comentario sobre Romanos donde vemos un abandono de la influencia teológica y un aumento de la influencia de Nietzche, Kierkegaard y Overbeck. El resultado se ha llamado a menudo una teología de crisis. No tengo aquí ni el espacio ni el conocimiento para exponer toda la teología de Barth; pero basta con decir que representó una reacción y una negación de la teología sentimentalista de Ritschl.

Parece extraño, pero Machen también tuvo una conexión a Ritschl. Estudió bajo la tutela de Wilhelm Hermann en la Universidad de Göttingen. En su correspondencia con su madre, se aprecia que Machen estaba fascinado con el celo teológico de Hermann hasta el punto en que hubo algo de una crisis de confianza en la fe que su madre le había inculcado. Machen venció la crisis, claro está, y gran parte de El Cristianismo y el liberalismo se dedica a atacar el tipo de sentimentalismo que aprendió de su maestro alemán.

Así como Forsyth, Machen llegó a percibir el sentimentalismo liberal en torno a la cruz en la letra de los himnos populares. Criticó el uso de la palabra “cruz” en el himno Más Cerca, oh Dios, de ti, no porque consideró que tuviera doctrina errada, sino porque la visión de la cruz en el himno sirve únicamente para evocar sentimientos en vez de presentar el sufrimiento vicario de Jesucristo a nuestro favor. “Es una lástima,” comentó, “que los pasajeros a bordo del Titanic no pudieron encontrar un mejor himno para usar en las últimas horas solemnes de sus vidas.”

Y es aquí donde Machen habla más directamente a nuestros tiempos. Algunos dirían que el sentimentalismo liberal ha sido reemplazado por el cinismo posmoderno, pero yo no creo que este sea el caso. La mercadotecnia popular de nuestros días, en el mundo comercial y en el mundo político, está dominado por las tendencias sentimentalistas. Y esa tendencia proviene directamente del giro que tomó el cristianismo a principios del siglo XX. Este giro consistió en una subordinación de las creencias del cristianismo a la forma de vida cristiana, una subordinación de la creencia en Jesús al seguimiento de Jesús. Además, uno tiene tan sólo que escuchar los coros de alabanza y adoración de nuestros días o escuchar un sermón contemporáneo para ver como los valores sentimentalistas del mundo secular penetran en la homilética y la liturgia de la iglesia actual. También vemos la misma incursión en la plétora de predicadores contemporáneos que entretejen el cristianismo, los valores seculares comercializados y la ideología política. Estas tendencias en contra de la ortodoxia son tan vitales hoy como lo eran en los días que Machen escribió su pequeño libro.

Tampoco hemos de apresurarnos a hacer caso omiso del cinismo posmoderno. Podríamos decir que el posmodernismo es, en su esencia, el triunfo de la filosofía de Nietzche que dice que la verdad no es más que una función del gusto. El nuevo ateísmo de Richard Dawkins, Christopher Hitchens y otros tiene su fundamento no tanto en la incoherencia del teísmo o la naturaleza absurda del lenguaje teológico que eran tan populares en generaciones anteriores. El nuevo ateísmo se opone a la religión en base al gusto: la religión causa la opresión de la mujer, el homicidio suicida y el fanatismo anti-social. Todas estas cosas son de mal gusto en nuestra sociedad contemporánea – el fruto amargo de un árbol envenenado. Si tal es el caso, si la verdad es el gusto en el mundo posmoderno, se puede decir que los ataques al cristianismo que presenciamos hoy en día no son más que una continuación del sentimentalismo victoriano: las aspiraciones y valores humanos se impregnan de significado místico y trascendental, pero esta vez ya no de un ser divino, sino a partir de la estética y el gusto.

Así que el mundo de hoy tal vez no sea muy diferente al mundo en que vivieron Forsyth, Barth y Machen. Los seres humanos aún intentan re-crear a Dios en su propio imagen, aún proyectan sus propios valores en los valores de la divinidad y aún operan como teólogos de gloria, como habría dicho Martín Lutero. Pero al cerrar este prólogo, debo aclarar una marcada diferencia entre el argumento de Machen y los argumentos de Forsyth y Barth. Para Machen, la única forma de oponerse consistentemente al sentimentalismo religioso era de mantener la verdad del cristianismo como una religión histórica. Eso se podía lograr únicamente con el fundamento de la autoridad bíblica como una fuente de información inspirada por Dios. Sin la Biblia, el cristianismo se pierde en el mar de la incertidumbre. La teología se reduce a una serie de gustos. O sea, se vuelve en un asunto sentimental. Es aquí donde Machen se distingue claramente de Forsyth y Barth y la importancia de esta distinción es enorme.

El compromiso de Machen con una doctrina alta de la inspiración fue uno de los puntos clave en la fundación del Seminario Teológico Westminster y de la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa. Esa misma doctrina alta se encuentra en peligro hoy. En un mundo absorbido en cuestiones de gusto, un mundo que necesita desesperadamente escuchar el mensaje profético de Dios que nos llama al arrepentimiento y a la fe, hay que preguntarse si esto será posible sin la doctrina alta de la inspiración de la Biblia que sostuvo Machen. La respuesta a esa pregunta es clave para el bienestar de la iglesia en el presente siglo y es, sin lugar a dudas, el desafío mayor que enfrentan hoy nuestros seminarios e institutos bíblicos. Por importante que fuera este asunto en los días de Machen, me parece que es más urgente para nosotros quienes después de ochenta años de la publicación de este libro, habitamos un mundo más secular y más ignorante de la Biblia. El Evangelio arraigado en la verdad de las Escrituras y basado en la acción histórica de Dios en Cristo sigue siendo la necesidad más básica de la humanidad. Lo contrario es un cristianismo que ha perdido su carácter redentor. Y este es el contraste básico que nos presenta Machen en este libro.

No ha de sorprendernos, pues, que el liberalismo es totalmente contrario al cristianismo. El fundamento es distinto. El cristianismo se fundamenta en la Biblia. Tanto su pensamiento como su vida se basan en la Palabra escrita de Dios. El liberalismo, por otra parte, se fundamenta en las emociones cambiantes del hombre pecaminoso.

Carl R. Trueman

Vicerrector Académico

Westminster Theological Seminary

Philadelphia, Pennsylvania

Febrero de 2009

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